Hacia las seis de la tarde, cuando tenía un pie dentro de la ducha y otro fuera, un pensamiento cruzó por mi cabeza y salí de casa. Toqué la puerta de todas mis vecinas a las que el feisbuk y los correos estelares estaba segura de que no les llegaría.
Sin previo aviso y con cuarenta minutos para decidirse, las invité a mi casa a escuchar cuentos.
Y eso fue lo que ocurrió, mi salón se llenó de personas que veo a diario, a las que saludo y deseo buenos días por la mañana y buenas noches cuando saco la basura. Se acercó la de la que vive en la esquina, con la que hablo cuando viene la grúa y que esta fue la primera vez que entré en su casa. Y Lolita, que está muy mayor, va en silla de ruedas y a la que, de vez en cuando, le regalo un trozo de tarta porque es muy golosa. Y Angelita, a la que le pido la receta de las torrijas porque a ella le salen divinas y cruza la calle cada vez que hace un bizcocho para darnos un trozo y yo hago lo mismo con el pan, las madalenas, los hojaldres, las galletas y cada vez que me ve pregunta ¿qué has hecho esta vez? Y Angelita, la de la calle de arriba, que me dice guapa cada vez que me ve subir las escaleras que llevan a plaza. Y también vino la que se sienta a tomar el fresco por las noches en el portal, su hija y su amiga. Y la que es de Croacia o de Georgia y que siempre tiene una sonrisa en la boca. Y los hijos pequeños de mis vecinos de enfrente quienes, rodeados de mujeres de tantos años, disfrutaron como si estuvieran en la biblioteca. Y mi madre que, mientras me arreglaba, limpió mi congelador porque la puerta se había quedado abierta y cuando llegamos del pueblo estaba descongelado casi todo y organizó y ordenó las estanterías en un periquete y yo todavía no sé cómo se las apaña para ser tan rápida. Y una amiga y su amiga, que resulta, que también vive en la calle de arriba.
Conté historias de aquí y de allá, de antes y de ahora y, entre medias, alguna se animó a relatar lo que a ella le pasaba de jovencita, los recuerdos que tenían de los cuentos de infancia, las cosas que pasaban en el barrio o decían “Tanto tiempo que nos conocemos y no sabía que contaras estos cuentos tan bonitos”.
La puerta de mi casa estuvo entornada toda la tarde, los niños tuvieron que irse antes porque al día siguiente había cole, una amiga llegó más tarde porque perdió el tranvía de las seis, después tomamos un té y mi hija, después de asomarse curiosa varias veces, se sentó junto a nosotras y me preguntó:
-Mamá ¿por qué haces esto?
Y yo le contesté:
-Porque me gusta.
Gracias a todas por regalarme una tarde de domingo tan confortable y tan entrañable. Olvidé hacer fotos, así que habrá que repetirla un día de estos.