Puedo imaginar a una niña sentada en los peldaños de las escaleras que llevaban a la cocina de una vieja casa. Sobre sus rodillas tendría un bastidor con una tela ni vieja ni nueva que le servía para aprender a bordar festones. Las piezas de tela no se habrían comprado todavía, pero en la cabeza de la madre ya estaban las medidas de las sábanas del futuro ajuar.
En la radio se escuchaba una vida ajena y en color. Las canciones aprendidas tenían categoría de banda sonora repetida a la hora de realizar las tareas domésticas y los cuentos amueblaban la cabeza de quien escuchaba atenta a las historias y a la aguja.
Yo no estaba presente en esas escenas cotidianas, pero imágenes muy similares conviven en mis recuerdos con la misma condición que los propios. He escuchado tantas y tantas veces ese relato particular de infancia que me habita sin esfuerzo.
Carmen era la niña que aprendía a coser botones y a bordar ojales cerca de aquellas voces que traían y llevaban historias, aventuras, canciones y divertimento.
Cuentos, eran cuentos, los cuentos de la radio que, de tanto oírlos y después relatarlos, se le pegaron como lunar a clavícula.
Carmen es mi madre y yo soy la afortunada que desde bien pequeña escuchó estas y otras historias en compañía de mis hermanos.
Todavía hoy se sienta a bordar bolillos y la oyes cantar:
―Clo, clo, clo, cantemos a la vida, clo, clo clo.
Sentada sobre sus empeines está la más pequeña de la familia. Solo tiene dieciséis meses y ya sabe cuando debe decir:
―Pío, pío, pío.
Cada vez que cuento este cuento me recuerdo siendo yo la niña que escuchaba.
Yo no lo cuento exactamente igual que el que hay en mi memoria, pero tampoco el potage me sale como a ella. Las historias están vivas y algunas recetas se tunean.
- La gallina Marcelina 00:00
Cuando cumpió 70 años hicimos toda una labor de búsqueda y recopilación de alguno de esos cuentos que desde hace mucho tiempo forman parte de la familia.