Lo detuvo, incrédula, ante lo que estaba a punto de ocurrir. Roberto se acercaba demasiado y, mientras le decía que le gustaba, intentó besarla.
Julia era una mujer soltera y Roberto un hombre casado y, bajo ningún concepto, podía permitir que siguiera con su atrevimiento. No era una puritana, no señor, sólo reivindicaba la igualdad: o él se separaba de su mujer o ella se buscaba un marido. A estas alturas de la vida no tenía ninguna intención de aumentar las estadísticas de divorcios ajenos. Así que él se propuso presentarle a todos los hombres disponibles de la ciudad y alrededores. Empezó por sus amigos, luego siguió con los compañeros de trabajo, después con la peña de fútbol y no descansó hasta que conoció a Juanjo. Se gustaron.
Lo suyo funcionaba desde el primer encuentro, incluso conocieron a las respectivas familias. Roberto volvió a insistir, pero aún quedaba mucho para el matrimonio. Él apremiaba a su amigo para que no perdiera el tiempo y, al fin, pusieron fecha para la boda. El día que Juanjo le regaló el anillo de compromiso intentó besarla de nuevo pero ella se resistió, fiel a sus convicciones.
El veinticuatro de junio, día de San Juan, se casaron en la playa y, antes de cortar la tarta, Julia le dio a Roberto, como adelanto, un pecaminoso, desvergonzado, inmoral y censurable primer beso.
Mientras los recién casados disfrutaban del viaje de novios Ro berto y su mujer se separaron. Él lloraba, unas veces por el abandono y otras porque su fugaz amante no estaba dispuesta a volver a la soltería.