Uno de los primero cuentos que escribí para el espectáculo Amantes Amados (y que por entonces todavía no tenía título) fue «El número tres». Muchos otros relatos siguieron a este, tantos, que acabaron dando forma a mi primer libro.

 

A lo largo de los ocho años que llevo en cartel esta sesión he añadido y quitado historias. Es lo que pasa si sigues escribiendo sobre la misma temática, que cada vez tienes nuevo material donde escoger.

Pero «El número tres» permanece, resiste, casi me atrevo a decir que no pasa de moda, que por él no pasa el tiempo.

Rubén Belenguer (el más joven de mis cuñados) jugó con esta foto. El resultado, además de claro, es muy divertido.

Pasen y lean para saber de qué les estoy hablando. 

O mejor aún, mirar en mi agenda si voy a contar cerca para escucharlo de viva voz.

EL NÚMERO TRES

 El día que Rebeca tuvo que consolar a su amante porque Ángela lo había abandonado, fue la primera vez que su mente se quedó en blanco. Lo había intentado en las clases de yoga, en las meditaciones de los viernes, mientras realizaba los ejercicios de respiración, pero fue en ese momento, en ese preciso instante, abrazada a él, cuando lo logró y su cabeza no pensó en nada.

Y le hubiera gustado tener alguna idea sobre qué hacer o qué decir en tan tremenda circunstancia, pero sus neuronas se quedaron inmóviles y dieron por respuesta el silencio. Ella, que estaba preparada con infinidad de argumentos por si un día a él se le ocurría insinuar que dejaba a su mujer, no previó que sucedería, como siempre, lo inesperado.

Y al verlo hecho un mar de lágrimas, desorientado, desamparado y abatido, Rebeca se armó de valor y decidió pasar a la acción. Esto no podía quedar así pensó, mañana mismo la llamo y le digo cuatro cosas. Porque eso no se hace, no señor, abandonar a un hombre que se esfuerza en hacer felices a dos mujeres ¡con el trabajo que le costaba no confundirse con los aniversarios!

 Y dicho y hecho, bien temprano, con la excusa de rellenar una encuesta patrocinada por una conocida marca de preservativos, llamó a la puerta de Ángela con su mejor sonrisa, lápiz y papel. Se había pasado toda la noche inventando preguntas sobre las relaciones de pareja y consolando al desafortunado.

Del cero al cinco ¿qué valoras más en un hombre: humor, inteligencia, salario, fidelidad? ¿Qué no le perdonarías nunca a tu pareja: que se olvide de vuestro aniversario, que no pague la cena, que sea del Barça o una infidelidad? ¿A quién pedirías ayuda en caso de crisis matrimonial: a tu madre, a tu hermana, a una psicóloga, a una amiga o a una desconocida?

Rebeca estaba segura de que en algún momento, entre pregunta y pregunta se derrumbaría, le haría confesiones y ella podría aconsejarla porque, tras haber realizado siete mil trescientas veintiuna encuestas a mujeres, de entre veinticinco y cuarenta años, estaba en condiciones de afirmar que “Si hay propósito de enmienda, todo se puede perdonar”.

Contestó las primeras preguntas en la puerta, después fue invitada a pasar a la cocina, donde aceptó un café, unas galletas y escuchó todo lo que quería oír. Tanto le dijo, que casi se atraganta cuando confesó que tenía serias sospechas de que «su Ángel» la engañaba con otra y desde hacía tiempo. Por eso lo había puesto de patitas en la calle, bueno, y porque era un auténtico desastre en la casa, no hacía nada y ella siempre detrás. Así las cosas, mejor estar sola, sentenció.

Caminó de regreso a su casa despacio, con la intención de poner orden en su cabeza y de frenar las ideas que iban y venían. No fue fácil, aunque más difícil resultó convencer a Ángel de que le iba a dar clases de organización doméstica y de inteligencia emocional desde ese mismo instante. En menos de un mes podrás volver a casa y dejar a Ángela con la boca abierta, le aseguró.

Pero las semanas pasaron y Ángel, como buen hombre que era, no sabía estar solo y empezó a plantearse la conveniencia de vivir con Rebeca. Ella no quería ni imaginárselo, porque de vez en cuando vale, pero todos los días… ¡ni hablar!

¿Por qué se habría roto el equilibrio? se preguntaba. El número tres es mágico, el triángulo una gran figura geométrica, está la Santísima Trinidad, una mesa con tres patas nunca cojea y los egipcios no podían estar equivocados. ¿Por qué? ¿Por qué?

Mientras tanto ella siguió con sus planes, le compró un delantal, una libreta y un lápiz, y en las dos semanas siguientes hizo de él un hombre de su casa: ordenado, organizado, atento y con iniciativa. También descargó un programa de internet con ejemplos de diálogos asertivos y, como si de un grupo de teatro se tratara, ensayaron uno y otro papel.

Cada noche, antes de acostarse, Ángel llamaba a Ángela por teléfono. Quería decirle que deseaba volver, que había cambiado, que era otro, que la añoraba y que la amaba, pero nunca consiguió hablar con ella, así que Rebeca tuvo que pasar, otra vez, a la acción.

Esta vez no podía volver a su casa, pero sí seguirla y hacerse la encontradiza en el centro comercial que hay cerca del barrio de ella y lejísimos del suyo. Se saludaron efusivamente, más Rebeca que Ángela, y la invitó a tomar un café. Entre sorbito y sorbito le preguntó cómo estaba.

—Asimilando tanto cambio y movimiento en mi vida.

—¿Y has vuelto a hablar con él? —le preguntó sin miedo, mirándola a los ojos para que no sospechara nada.

—Me llama todas las noches, pero no le cojo el teléfono.

—Chica, dale una oportunidad, seguro que ha cambiado —le insistió con mucho tacto—. Llámale ahora mismo y así me cuentas qué te dice.

Ángela marcó el número de Ángel a regañadientes y, casualidades de la vida, en el bolso de Rebeca comenzó a sonar un móvil con un tono conocido por ambas. Menos mal que Ángela estaba a lo suyo y, tras dejar el teléfono en la mesa, dijo:

—Si no lo ha cogido es que el cielo así lo quiere.

—Mujer, que en el cielo están muy ocupados con la crisis económica como para andar con las nuevas tecnologías. Luego le vuelves a llamar o, mejor aún, cuando te llame esta noche, habla con él.

Y como quien la sigue la consigue, Ángel fue perdonado y pudo regresar con sus maletas junto a su mujer. Todo volvió a ser como antes… bueno, todo no, en ninguna de las dos casas volvió a dejarse una toalla fuera de lugar ni el papel higiénico por cambiar.

Y Rebeca, recostada en el sofá pensaba: «Qué paz da el saber, que cada uno está en su sitio y Dios en todas partes».

Raquel López Cascales
6 de enero de 2011